
Navego en un oleaje de espamos sónicos, allí donde una tormenta me asfixia entre furia y salitre. Le doy la vuelta a la moneda y me doy cuenta que ambas caras son iguales, y que haga lo que haga acabaré en el mismo sitio. Sin importar mis ideas,
mis acciones, ni mis decisiones, la música me posee: decir que siempre la he amado
con locura, que suene como suene cada noche me acuesto a su lado. La sigo
en sueños y despierto flotando en ellos. Desde aquella madrugada, una ínfima parte de ella (la llamaba
The Royal We), me enrredó entre sus labios, atado a las manillas del reloj, y me convirtió en su esclavo: su oyente, cantante y pensante.